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Con cada nueva procesión
renovamos
la
primera.
Comenzamos dejándonos vestir
los ajuares corintos, a continuación
urge acudir al punto de encuentro
para abrazar una vez más a los
compañeros, mientras se aguarda
el mágico momento de entrar en
la iglesia. Una vez en el templo, la
impaciencia contenida, provoca
torpeza al atar la almohadilla, y el
silencio es latente tras la salida de
la “Dolorosa”. ¡Ya sólo queda el
último!, ¡el titular!, y después de
escuchar la arenga de nuestro
“Cabo de andas”, y quizás de
alguno más, resuena el primer
toque sordo de vara, que nos
apremia para mostrar a todos
nuestro Santísimo Cristo de la
Caridad.
Siempre “despacio”, e
incluso “más despacio”, se va
definiendo la carrera oficial, donde
las calladas oraciones de las gentes
que quedan atrás, se alzan sobre
nuestras cabezas, y nos exigen
mirar hacia arriba y pedir a este
Jesús Crucificado, que no cese de
atender las necesidades de tantos
ojos que le miraban con devoción.
Concluido el “Encuentro” en la
Plaza de Santa Catalina, y cerradas
las puertas de la iglesia, tan solo
queda la satisfacción de saborear el
deber cumplido, y volver a casa
concediendo a la túnica, el honor y
respeto que merece.
Tras cuatro años viviendo y gozando esta experiencia, los ojos de este penitente tornan a la contemplación de
una Semana Santa diferente; una profunda admiración por las obras de los magníficos artistas, que plasmaron con
sutil belleza y realismo la “Pasión”; pero aún más, por los nobles hombros que las portan.