Página 55 - revista02

Versión de HTML Básico

55
Explico esto: una escena representada se genera bajo una percepción homogénea y no particular.
Si se piensa en una estampa de la vida cotidiana, tal cual vemos a diario, la luz solar ilumina
habitualmente los objetos que nos rodean produciendo una sensación lumínica que no es la propia
de los rayos directos del sol. Esa gradación luminosa es la misma que si, por ejemplo, imaginamos
los pasos de la mañana de Viernes Santo en calles estrechas: se contemplan perfectamente sin que
los haces solares remarquen unas zona sobre otras. En cualquier caso este tamiz, la propia
matización de la luz sobre las fachadas, genera una ambientación atenuada que permite una
contemplación bastante adecuada. Contrariamente a esto una proyección de luz sobre una parte de
una escultura, pongamos el rostro de una Dolorosa, desfigura su propia realidad creando sombras
sobre el mismo que distorsionan su contemplación.
Hemos de valorar, igualmente, que las escenas de mayor antigüedad sacadas en procesión fueron
pensadas para presentarse sin apoyo lumínico alguno; hay que recordar por ejemplo la prohibición
de las procesiones nocturnas dictada por los ministros de Carlos III hacia 1777. Más complejo es el
caso de aquellas que con anterioridad sí salieron a las calles en horas de oscuridad y que,
razonablemente, habían de ser contempladas con claras restricciones de luz: el primer alumbrado
público de gas no se garantizó en Murcia hasta 1900. De manera que las imágenes de aquel
periodo fueron pensadas por los artistas para verse durante ese horario nocturno, ayudando las
pálidas policromías y los ojos de cristal a aumentar su efectismo (Fernández Sánchez, 2008: pp.48-
55).
También hay que indicar como, en estos casos, se valoró siempre más ―el efecto‖ de lo
contemplado que la materia artística en sí misma. Es este el motivo, por ejemplo, por el que
Gregorio Fernández al trazar las urnas procesionales de algunas de sus famosísimas esculturas de
Cristo yacente incorporó vidrio traslúcido en lugar de un material completamente transparente.
Queda fuera de toda duda que al autor le interesó más la insinuación de la realidad que los valores
formales de sus propias obras. Se trata de un efecto netamente barroco: la imagen resultaba más
―potente‖ evocando la realidad de un cuerpo real y no tanto por su calidad escultórica. Puede
parecer un contrasentido, pero los imagineros barrocos como artistas concebían sus piezas dentro
de un contexto, nunca aisladas en pedestales como en los actuales museos (Martín González, 1991:
pp. 42-64).
La finalidad de este uso era que los devotos pensasen estar viendo un cuerpo real lo cual movía
mucho más a sugestión que la visión de un objeto en el que se pudiese apreciar su materialidad. De
este modo, las valoraciones artísticas sobre la escultura sacra del Barroco quedaron en segundo
plano hasta bien entrado el siglo XIX. Sin embargo, ya se ve, lo Barroco perseguía el efecto
hiperrealista, la apariencia de vida real; dentro de este mundo cultural, el comprendido entre los
siglos XVI y XVIII, la preferencia por
―lo oculto‖
revela hasta qué punto lo insinuado, tapado,
escondido tenía una mayor receptividad. Esta visión indica un deseo de que, además de reales, las
esculturas albergaran condiciones trascendentes, sobrenaturales,…; aspecto que no aparecía ligado a
la calidad del Arte sino a la pura insinuación de la verosimilitud.
De modo que la oscuridad favorecía este ocultamiento, sólo aportando la luz de la vela como signo
de lo divino, y no tanto para que se viese la belleza de las tallas o sus policromías (De la Flor,
2009).
Toda esta aportación, la semántica particular de la tradicional imaginería española, fue aniquilada
con la aportación de la luz eléctrica cuyo uso quiso favorecer una contemplación artística frente a
otras pautas anteriores. Sin embargo, también en esto parece demostrada la inutilidad de tales
prácticas. En efecto, el aporte lumínico sobre las obras de Arte es aún materia de estudio en los