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principales museos del mundo; más complejo aún resulta en el aspecto procesional donde,
además, el consejo profesional de especialistas en estética procesional no goza de ningún
predicamento. Así, no pocas veces, el resultado del efecto de los focos eléctricos sobre las obras
escultóricas puede catalogarse de desastroso: la intensidad lumínica degrada el tono real de las
policromías que es alterado visualmente de modo que los colores originales nunca son percibidos
como realmente son.
Mientras que en los museos se aconseja siempre la presencia de luz indirecta, es decir, alumbrar la
sala y evitar que los rayos se dirijan a las piezas expuestas, en la práctica escénica de las procesiones
esto es imposible. Independiente de cómo quiera denominarse y explicarse, junto a un ―paso‖ en
las calles jamás habrá una misma intensidad en las fachadas de los edificios que las circundan. El
propio carácter itinerante hace que las tallas sean retro-iluminadas por el alumbrado público de
modo diferencial según la distancia del foco emisor o, incluso, la cantidad de farolas que haya en el
entorno. En aquellas zonas más abiertas como plazas o avenidas, la luminosidad reflejada por las
edificaciones apenas tendrá incidencia. Además contrariamente a lo acaecido en los museos,
cuestión que reviste gran importancia, la luz de los dispositivos eléctricos es directa no favoreciendo
la contemplación real; es decir modificando y transformando el volumen visual de las tallas
(Fernández Arenas, 1997: pp.141-142).
Junto a ello conviene añadir la coloración del alumbrado, ya sea el público, o el aportado por los
focos en los pasos. El color de la luz altera notoriamente el tono de las policromías revelando en
las calles una contemplación diferente a la aportada por el escultor en su taller. A simple vista es
posible distinguir fuentes de luz cálidas (anaranjadas o amarillentas) y frías (tonos azulados); en
suma, la contaminación lumínica altera la realidad de la escultura convirtiéndola en un objeto