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abigarradas construcciones efímeras para las procesiones nocturnas. Para esta labor nada mejor que
rastrear la propia literatura del momento donde subyace la importancia del esteticismo dentro de
los cortejos.
Primeramente, la multiplicación de la cera contrastando con la oscuridad del entorno refiere un
carácter cosmológico. Así, la prensa advierte como el paso de
La Cama
de la procesión del Santo
Sepulcro era una evocación del
―Carro del cielo conducido por las constelaciones‖
, es decir, una
impresión estelar en la inmensidad de la noche. La belleza de esta imagen viene a ensalzar las
visiones celestiales de los
―carros de fuego‖
que la tradición liga tanto a la figura profética de Elías
(que recoge el escapulario carmelita sobre uno de ellos) como de San Francisco de Asís (
Legenda
maior
, IV, 4). Estas fórmulas poéticas continúan en el siglo XIX; Baudelaire en su
―Exvoto a la
manera española‖
liga esa idea de la religión sobrenatural con la temática hispánica utilizando para
ello, precisamente, una prefiguración de la condición resplandeciente de lo sobrenatural:
―una
hornacina de azul y oro esmaltada
[…]
damasquino…, sabiamente incrustado de estrellas de cristal‖.
Pese a la distancia, el poeta francés revela parte de los condicionantes esteticistas de estas
procesiones nocturnas (Baudelaire, 1999: pp.90 y stes.).
Ya en Murcia el poeta Jara Carrillo vuelve a utilizar esta relación cósmica de la Semana Santa
usando ahora el protagonismo del plenilunio sobre la noche de Jueves Santo. Al citar la luna
indica,
―…porque tu luz con el dolor empaña; / y eso que de ti un Dios sudario ha hecho. / Fueran
mi alma y tu luna alegres luces…‖
(El Liberal, jueves 13 de abril de 1911). No hay duda que, al
menos en el ambiente cultural de la ciudad, flotaba un condimento estético que dominó y
configuró algunos de los rasgos más señalados de sus procesiones. Volviendo a Baudelaire,
precisamente, constituye en torno a la prefiguración del
―trono‖
una conformación de los
elementos que le dan forma y que, nuevamente, reivindican al protagonismo de la estética dentro
de los cortejos:
―…lumbre pura, sagrada hoguera de milagrosos reflejos…‖
. Esta obsesión por la luz
tenía precisamente entre la burguesía una de sus formas más evidentemente ostensibles: el Salón
de Baile del
Real Casino
(1870-75)
revela el lujo de la luz, el dorado, el cristal y el hierro,
elementos todos que se suman en la constitución de los grandiosos candelabros de los pasos
(Fernández Sánchez, 2006: pp.33-51).
De modo que para los murcianos del siglo XIX la cuestión de la luz y la cera fue más allá de la
simple cuestión de la iluminación de las tallas; se convirtió en lenguaje, en sí mismo, de los
cortejos. Buena muestra de ello fueron los tronos del Cristo de la Sangre (1892) o de la Virgen de
las Angustias (1894) donde, indistintamente de la escena evocada, los candelabros poblaron todo
su perímetro; un alarde de lujo procesional que, incluso, fue alabado por sus contemporáneos.
Díaz Cassou hablaba con asombro en 1897 de las más de cien bombas de cristal empleadas para la
iluminación de la Samaritana. Por su parte, el cineasta granadino Val de Omar, ya en la década de
los 30 del siglo siguiente, las filmó con entusiasmo para difundirlas como seña de identidad
regional, siendo reproducidas por todo el país como parte de las
Misiones pedagógicas
del
gobierno republicano. De modo que esta forma de convertir la iluminación de cera de los pasos en
protagonista de las procesiones cambió la propia concepción externa de las mismas, dotándolas de
una dimensión estética que, por desgracia, se dejó perder en las décadas siguientes.
Pese a la prolija variedad de iconografías y tronos efectuados en las últimas tres décadas,
desgraciadamente muy pocos de los han sabido rememorar aquellos referentes. Si la riqueza del
patrimonio escultórico actual nos obliga a valorar la necesaria recuperación de sus valores
primitivos a través de las restauraciones, igualmente debería acontecer en el particular de los tronos
y el peculiar uso de la luz de cera. De este modo no tendríamos sólo una celebración marcada por
el predominio escultórico de la tradición salzillesca sino, además, un sentido estilístico propio que