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Él sabía mucho de entrega y servicio a los demás, de sacrificio.
Por eso llega a afirmar:
Aquel que no padezca, no es bueno.
Aquel que está instalado está engañado.
Aquel que se fatiga de padecer, no es bueno para este reino copioso de las gracias del Señor.
La Eucaristía que celebramos es como el monte santo donde escuchamos hablar al Señor, el
púlpito de su palabra y el altar de su mesa hacia los que alzamos los ojos y, sobre todo, el corazón.
Que el Señor ponga en nuestro corazón, como lo puso en el corazón del beato Manuel Domingo y
Sol, la alegría del Evangelio para poderla difundir a nuestros hermanos.
Pidamos al Señor, para que nunca falten en la Iglesia respuestas generosas en la vocación laical,
sacerdotal o religiosa que atiendan a la llamada de Dios que nos invita a ser testigos de su amor en
medio de los hombres.
Que así sea.