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NO VAYAS A LLEGAR TARDE
Juan Manuel Nortes González
Tarde de Sábado de Pasión. He comido temprano y, tras tomar el postre y el café me he sentado
en el sofá a ver un rato la tele. Mientras veo las noticias me está entrando mucho sueño y se me
cierran los ojos. Anoche salí en la Procesión del Cristo del Amparo y volví a casa bastante tarde y
muy cansado, por lo que ahora, con la modorra de después de comer caigo en un reparador
sueño, mientras en mi cabeza resuenan los ecos lejanos del run-run de la tele.
Pierdo totalmente la consciencia hasta que,
súbitamente me despierto sobresaltado. Me
cuesta un poco volver a la realidad. No sé a
ciencia cierta cuánto tiempo he estado
durmiendo. No creo que haya sido demasiado,
pero cuando miró el reloj y veo qué hora es me
entra un ataque de ansiedad y de pánico. ―-¡No
puede ser! ¡Son las siete y media pasadas ya.
En menos de media hora sale la procesión del
Cristo de la Caridad y yo aún en casa y todavía
sin vestir de nazareno!‖
De un salto me levanto del sofá y voy al cuarto de baño donde me doy una rapidísima ducha para
espabilarme, acabo, me seco, me calzo las sandalias negras y visto mi túnica color corinto por
encima de la ropa cómoda que rápidamente me pongo. ―-A ver, que no se me olvide nada. El
cíngulo; el rosario; los guantes; el carnet; el capuz; ah y la contraseña de salida, que sin ella no me
dejan salir….‖
Con la ayuda de mi madre, a toda prisa lleno el buche de mi túnica con todos los caramelos,
pastillas, huevos duros, monas, estampas… que aguardan encima de la mesa.
Creo que ya está todo. Cojo el capuz y, tras un rápido y último vistazo en el espejo de la entrada
me dispongo a salir a toda prisa hacia Santa Catalina. Son las ocho y media pasadas ya. Llego tarde,
muy tarde. La procesión hace más de media hora que empezó a salir y yo aún estoy caminando a la
altura del Parque de Bomberos del Infante. Marcho todo lo deprisa que puedo sin dejar de mirar
el reloj. Son más de las nueve cuando, en completa soledad cruzo el río por la Pasarela de
Vistabella. Aún me queda un buen trecho para llegar. Me agobio más aún al recordar que yo
debería haber estado en Santa Catalina antes de las ocho para ocupar mi puesto en las filas de la
Hermandad del Cristo de la Caridad.
En la torre de la Catedral suenan las campanadas de las diez de la noche cuando por fin llego a
Santa Catalina. Entro en la desierta iglesia, veo por allí al sacristán y le pregunto cuánto tiempo
hace que ha acabado de salir la procesión. Me dice que hace ya un rato que salió a la calle el Cristo
de la Caridad y me insta para que coja un cirio del almacén y salga corriendo para intentar pillar a
mi paso cuanto antes. Sigo su sugerencia y, tras coger un cirio corro por las Plazas de Santa
Catalina, de las Flores, de San Pedro y la calle Jara Carrillo hacia la Glorieta.
Alcanzo el final de la Procesión justo cuando la Presidencia está entrando en la Plaza de Belluga.
Paso junto al Cristo de la Caridad y, mirándole fijamente le pido un silencioso perdón por no
haber estado junto a Él a la hora en que debería haberlo hecho. Sigo adelante caminando entre las
filas de la Hermandad del Cristo hasta que me detiene un mayordomo y me pregunta que a dónde
voy por allí en medio de la Hermandad. Atropelladamente le explico lo que me ha sucedido y que