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La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos de la indiferencia, nos la ofrece la
Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con su testimonio. Sin embargo, sólo se puede
testimoniar lo que antes se ha experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo revista
de su bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de
los hombres.
Nos lo recuerda la liturgia del Jueves Santo con el rito del lavatorio de los pies. Pedro no quería
que Jesús le lavase los pies, pero después entendió que Jesús no quería ser sólo un ejemplo de
cómo debemos lavarnos los pies unos a otros. Este servicio sólo lo puede hacer quien antes se ha
dejado lavar los pies por Cristo. Sólo éstos tienen "parte" con Él (Jn 13,8) y así pueden servir al
hombre.
La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto
sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando recibimos los sacramentos, en particular la
Eucaristía. En ella nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar
para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones. Quien es
de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los demás. «Si un miembro
sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26).
La Iglesia es communio sanctorum porque en ella participan los santos, pero a su vez porque es
comunión de cosas santas: el amor de Dios que se nos reveló en Cristo y todos sus dones. Entre
éstos está también la respuesta de cuantos se dejan tocar por ese amor. En esta comunión de los
santos y en esta participación en las cosas santas, nadie posee sólo para sí mismo, sino que lo que
tiene es para todos.
Y puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer algo también por quienes están lejos, por
aquellos a quienes nunca podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas, porque con ellos y por ellos
rezamos a Dios para que todos nos abramos a su obra de salvación.
2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) – Las parroquias y las comunidades
Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en la vida de las parroquias y
comunidades. En estas realidades eclesiales ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un
solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que
conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos
refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero
olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (cf. Lc 16,19-31).
Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que Dios nos da es preciso superar los confines de la
Iglesia visible en dos direcciones.
En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando la Iglesia terrenal ora, se
instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que
encontraron su plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la
indiferencia.
La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y goza
en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de
Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta
victoria del amor no inunde todo el mundo, los santos caminan con nosotros, todavía peregrinos.
Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría en el cielo por
la victoria del amor crucificado no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y
gima: «Cuento mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando para la
Iglesia y para las almas» (Carta 254,14 julio 1897).
También nosotros participamos de los méritos y de la alegría de los santos, así como ellos
participan de nuestra lucha y nuestro deseo de paz y reconciliación. Su alegría por la victoria de
Cristo resucitado es para nosotros motivo de fuerza para superar tantas formas de indiferencia y de
dureza de corazón.