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Por otra parte, toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la pone en relación
con la sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera,
no debe quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres.
Esta misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere llevar toda la realidad y cada hombre al
Padre. La misión es lo que el amor no puede callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que
la lleva a cada hombre, hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Así podemos ver en nuestro
prójimo al hermano y a la hermana por quienes Cristo murió y resucitó. Lo que hemos recibido, lo
hemos recibido también para ellos. E, igualmente, lo que estos hermanos poseen es un don para la
Iglesia y para toda la humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en
particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio
del mar de la indiferencia.
3. «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8) – La persona creyente
También como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos saturados de noticias e
imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda
nuestra incapacidad para intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta
espiral de horror y de impotencia?
En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial. No olvidemos la
fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa 24 horas para el Señor, que deseo que se
celebre en toda la Iglesia —también a nivel diocesano—, en los días 13 y 14 de marzo, es expresión
de esta necesidad de la oración.
En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las personas cercanas
como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un
tiempo propicio para mostrar interés por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de
nuestra participación en la misma humanidad.
Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un llamado a la conversión, porque la
necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, mi dependencia de Dios y de los
hermanos. Si pedimos humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras
posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y
podremos resistir a la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al
mundo y a nosotros mismos.
Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a todos que este
tiempo de Cuaresma se viva como un camino de formación del corazón, como dijo Benedicto XVI
(Ct. enc. Deus caritas est, 31).
Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser
misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un
corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los
hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da
todo por el otro.
Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con ustedes a Cristo en esta Cuaresma: "Fac
cor nostrum secundum Cor tuum": "Haz nuestro corazón semejante al tuyo" (Súplica de las
Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De ese modo tendremos un corazón fuerte y
misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de
la globalización de la indiferencia.
Con este deseo, aseguro mi oración para que todo creyente y toda comunidad eclesial recorra
provechosamente el itinerario cuaresmal, y les pido que recen por mí. Que el Señor los bendiga y
la Virgen los guarde.
FRANCISCUS PP.