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El significado de la cera en las procesiones: liturgia y Semana Santa
Dando continuidad a la afirmación anterior convendrá adentrarse ya en la necesaria traslación de
los templos como forma de reivindicar la sacralización del espacio externo que potencian los pasos
en la calle. En este sentido los tronos juegan un papel análogo al de los retablos. Dentro de ellos los
candelabros articulan el espacio de su perímetro constituyendo parte de la fisonomía característica
en su superficie como hacen las ―calles‖ al estructurar la apariencia de los retablos. De este modo
se genera una suerte de malla que se entreteje en torno a las imágenes acotando el espacio sagrado
frente al profano que lo circunda. Su presencia se justifica en la necesaria obtención de una
iluminación armónica que evite focalizar partes y que, en suma, resalte el conjunto: ya sea la
totalidad de la imagen o del grupo escultórico con todos sus integrantes. En el caso de las
procesiones se persigue primar una luz perimetral que afecte difusamente a las esculturas creando
cresterías incandescentes: también el fuego es, en este sentido, la barrera que separa los fieles del
recinto sacro simbolizando, en consecuencia, la devoción.
El significado de esta iluminación ya se dijo que no era estructural ni respondía únicamente a un
utilitarismo sino que, más bien, proyectaba un efecto resplandeciente y dorado alrededor de las
imágenes. Así el trono genera un aura, una orla intangible que, a modo de mandorla, revela la
condición sagrada de lo contemplado; en este caso, una contemplación en el sentido puro de una
veneración religiosa. Esta imagen sobrenatural del entorno de un objeto sagrado, cual es la imagen
desde su bendición, no es un artificio reciente sino que cuenta con precedentes muy claros
anclados en las civilizaciones fluviales, es decir desde tiempos de la Antigüedad Preclásica.
Necesariamente, la buscada alteración de la imagen a través de las llamas le confiere un ámbito
particular y misterioso que la identifica (Schneider Adams, 1996: pp. 81 y 82).
Es en la inmensidad de la noche, no precisamente en los espacios urbanos mejor iluminados,
donde esta evocación alcanza su más alta especificidad constituyendo entre las tinieblas una
novedad visual que altera la monocroma atonía de la obscuridad. Es en medio de esta recreación
ambiental, cual debieran perseguir y potenciar las cofradías, donde resalta además el mensaje
teológico contenido en la cera, el mostrar al Verbo revelado entre el pecado de las sombras: la
―Luz entre las tinieblas‖
del evangelio de San Juan. Por tanto la transfiguración del espacio habitual,
profano como ha sido referido anteriormente, en algo excepcional y místico se obra
preferentemente a través de esta simbología de contrastes. La luz de la cera, entonces, es la que
articula la materialización física de lo inefable, de lo intangible que se revela en este medio humano
por medio de estos recursos efectistas y teatrales (Hernández Albaladejo, 2001: p.20).
En efecto, el trono en su concepción flamígera exhibe toda su potencia como vehículo capaz de
generar una esfera sobrenatural en un mundo material; hay que recordar necesariamente la alusión
al desaparecido trono del Santo Sepulcro del tallista López Chacón (1892) y su transformación
poética en
―Carro del Cielo‖
: una construcción además idealizada para reivindicar su naturaleza
intermedia, conducto, por medio del cual interactúa lo sacro. De ahí que la llama sea imagen física
de la oración que se eleva a Dios y no la anodina presencia de las bombillas que las suplen en los
lampadarios obviando, por criterios de mundana comodidad, el sentido trascendente de la plegaria.
De este modo lo expresa, aún en el XIX, el poeta murciano Marín Baldo al tratar de la
―llama
tembladora‖
entre
―La noche, oscura y fría‖
: es la oración que pervive en medio del pecado del
mundo. Pero, además, revela toda su audacia mística al parangonar la propia experiencia teresiana:
los ―
fuegos
‖ que son imagen de Dios y que median en la contemplación trascendente (
Moradas del
catillo interior,
2006: p.536 y stes.). Es el trono flamígero, en definitiva, traslación de lo metafísico
y, por tanto, vehículo idóneo para la divino; esta vez jalonado por el humo de los incensarios para