El Expolio de Cristo

La décima estación del Vía Crucis tradicional encontró en el año 2022 su materialización en un grupo escultórico para la Semana Santa murciana. Su autor es el escultor Ramón Cuenca Santo quien representa la escena del expolio de las vestiduras de Cristo con su característica impronta artística. El grupo se concibe como un bloque monumental que, pese a su aspecto unitario, queda singularizado en la autonomía escenográfica integrada en cada uno de los personajes.

El Redentor, en el centro de la escena, es el auténtico protagonista y el eje rector del grupo. El artista lo representa simbólicamente realzado sobre la Cruz en una prefiguración del carácter salvífico de la Pasión. Su rostro, que recuerda aspectos muy dispares de la plástica hispánica (sin olvidar aquel magistral Ecce Homo salzillesco de la colección Elgueta), se realza con una luminosa mirada alzada al Cielo; la angustia no se atempera pero queda matizada por la belleza limpia de su semblante. El ritmo dispar de los brazos, en actitud declamatoria, ensalza el arrobo casi místico de la figura que prácticamente levita sobre la materialidad malévola de los sayones.

En su derredor, los esbirros se arremolinan con una caracterización diversa que se aglutina en el denominador común de la contemplación del reo. En efecto, todas las miradas convergen en la augusta desnudez del Nazareno (una revisión que revela el espíritu clasicista que anida en el temperamento artístico del autor y que expresa aquí el recurso de la kalokagaxía). La dinámica que el escultor ha prestado al grupo adquiere una representación diferencial en los ejecutores; la serie de retratos, tomados del natural, es una de las más logradas composiciones del autor que se detiene aquí, más allá de la caracterización de la belleza que caracteriza su producción, en la representación diversa del mal.

Frente a la rudeza de los sayones que arrebatan los vestidos a Cristo, dispuestos sagazmente en los márgenes opuestos del grupo, la caracterización del soldado que acecha al Salvador en su trasera evidencia una mansedumbre que actualiza la diferenciación temperamental prefigurada por Salzillo en el irrepetible paso de La Caída. En cambio, el sayón dispuesto a sus pies retoma los habituales recursos compositivos propios del ámbito de la estampa y la pintura reproducidas desde la Edad Moderna. En este caso, Cuenca Santo lo ha concebido con un carácter casi contemplativo: recogiendo del Calvario el “titulus Crucis” y ensimismado en la revelación sacramental del cuerpo de Cristo.

Naturalmente, sobrevuela esta concepción un amplio número de referencias artísticas recogidas por el artífice a lo largo de toda su trayectoria. De modo que estamos en un conjunto escultórico de sintomática madurez donde alecciona sobre su particular aprendizaje de la tradición mediterránea. No debe, en este caso, olvidarse el sentido plástico de la obra de Maragliano pues, en sentido estricto, la captación temporal es semejante así como la medida de la espontaneidad que irradian las esculturas.

Igualmente, debe notarse la magistral policromía en la que intervino, a la par del escultor, el saber pictórico de Santiago Rodríguez López. El habitual colaborador del escultor ofrece aquí un cromatismo de hondo calado dramático donde los efectos diferenciales estudiados marcan la plástica final de la obra: la palidez de Cristo está pensada con un sentido casi marmóreo que contrasta con la rotundidad malva de la túnica desprendida. No obstante, la gama cromática se amplía en derredor con una riqueza cambiante en la paleta. Esta exaltación polícroma, difícilmente parangonable con los precedentes de décadas anteriores, suma aquí la belleza alternativa de los ocres, los azules, los verdes o el bermejo. El sentido visual naturalista estalla en singular conjunción sobre la apariencia vitalista del soldado que, aún cerrando la composición, dicta  el protagonismo sumado de vitalidad y opulencia cromática.

Asimismo, el diseño de Santiago Rodríguez López en el trono que magníficamente ha sido ejecutado por el tronista Lorente, es una belleza que siguiendo las pautas del trono murciano por excelencia, bebe en la originalidad de los elementos decorativos y en las frases en latin, referidas a la Caridad y a propio pasaje que podemos encontrar en los evangelios.

Si en todo ello parece recordarse, en una versión mucho más monumental, aquellas finas alhajas trabajadas en barro por La Roldana, esto se debe al trabajo esmerado y la mesura del trabajo del artífice sobre las superficies. La magnífica concepción de los textiles, muchos de ellos detenidos en airosos y vistosos vuelos al aire, se conjuga a la perfección con el fino cuidado de la dermis de las esculturas. El magisterio textural es inequívoco así como la inigualable sensación vitalista. La suma de todo ello revierte en un producto artístico destacado, una auténtica cima en la escultura procesional de los últimos tiempos; indudablemente, el grupo más sólido, estudiado y audaz de cuantos se han labrado en lo que llevamos de siglo.